sábado, 20 de junio de 2015

Caballo de reina

Aquél poderoso corcel, de reluciente blanco nacarado, miró a su alrededor y entendió que el futuro de su reino galopaba con sus cascos.
Las torres de lo que hasta aquel día había sido su castillo, ahora apenas un montón de escombros y sangre que salpicaban el suelo; soldados, caídos en ardua batalla, aun con vida algunos, yacían esparcidos por el campo, cargados sus cuerpos de dolor, flechas y lanzas.
Afinó la vista y pudo ver, a lo lejos, a quien cada mañana lo llevaba a correr entre los valles, hasta alcanzar los confines de sus extensiones, justo donde comienza el río que mueve el molino centenario y riega los bosques reales; vio morir a su reina, a manos de una desconocida, envuelta en sus sedas áureas, ahora teñidas de luto.
Su mirada, hasta ese instante afligida, se tornó pura rabia, impetuosa, colérica. Los músculos de todo su cuerpo parecieron duplicar su tamaño, su crin se estremeció al viento y un poderoso relincho atravesó el páramo. Estaba preparado para lanzar su ataque, para vengar la muerte de su dueña.
Saltó entre los cuerpos y las piedras, con el trueno de su galope retumbando como una tormenta de verano, y su fugaz carrera, fulgurante como un rayo, desató toda su ira sobre la asesina, asestando un golpe mortal con sus pezuñas delanteras, arrancando la corona y la vida a aquella extranjera que vino a destruir su hogar.
Volvió la calma a su mirada, su labor estaba hecha, su sed estaba saciada. Ahora solamente le quedaba esperar.
Sin embargo, no se había percatado de que, con su irracional ataque, había terminado con la guerra, ya no habían gritos, no sonaban las trompetas de asalto, no se escuchaban espadas chocando, sólo se escucharon, desde algún omnisciente lugar sobre su cabeza, dos palabras: jaque mate.

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