Nunca un atardecer había durando tanto tiempo. El
resplandor mortecino de un anaranjado astro a punto de extinguirse permanecía
aferrado, por la punta de sus rayos, al inalcanzable y eterno horizonte. Era
como si el tiempo no quisiera seguir con su discurso imparable.
***
Sin reloj, tratando de adaptarse a la lentitud de
aquellos segundos, resultaba, cuando menos, una operación de imposibles senos,
cosenos y cuadrados de hipotenusas saber la hora que era, por lo que, Ángel,
decidió explorar en las profundidades de la razón y se aproximó a una joven de
aspecto pulcro para resolver su duda.
La hermosa muchacha permanecía silenciosamente reclinada
sobre un pedestal de un cemento ajado por el clima y por la edad, además de
estar cubierto de un sutil aroma de mascotas de ciudad, cuyos dueños siempre
estaban más preocupados por conservar un espacio propio que por dar libertad a
sus animalillos.
Apenas oculto bajo unos paños ligeros, su cuerpo se
insinuaba con serenidad y parecía seducir a cada ser que se acercara a su
poderoso campo de atracción. La leve brisa que se deslizaba entre los árboles
del parque, arrojando sutiles sensaciones de agradable frescor mezcladas en una
serie de sonidos primaverales, parecía querer apartar un poco más el vestido de
la bella dama, que ya mostraba algo más que una rodilla bronceada.
***
-Buenas tardes, - se presentó con elegancia- ¿sería tan
amable de decirme la hora?
Ella no se inmutó, parecía no haber escuchado las amables
palabras que tanto tiempo se habían entretenido en la cabeza de Ángel,
nerviosas porque no estaban acostumbradas a dirigirse a los desconocidos.
***
Eran raras las ocasiones en que el muchacho, de aspecto
desgarbado, con la melena descuidada en un remolino de trenzados caracolillos,
salía al encuentro de la sociedad.
Su mundo era cerrado y solitario, apenas salía de la
habitación, aunque no tanto debido al miedo a la gente, al barullo ciudadano, a
la convulsiva humanidad que nunca se detiene por nada, su fobia era más bien
por sentirse sólo entre tanto gentío; sin embargo, aquella mañana había sentido
la necesidad de explorar los alrededores, una vocecilla en su interior le había
empujado a ponerse unos pantalones que habría encontrado en algún armario, una
camisa negra desteñida, de cuello mao, y sus zapatos roídos por el descuido.
Antes de salir de la habitación no se miró al espejo, nunca lo hacía.
***
La femenina cara parecía tornarse de un color rosa
carmesí, suceso que se antojó, en la mente inexperta de Ángel, como un efecto
fisiológico propio de quien se siente avergonzado por un pensamiento inquieto,
o por una posibilidad callada por el silencio de la inmoralidad autocensurada.
-Perdona,- quiso insistir utilizando un trato más
cordial, pero sin pretender ofender- ¿tienes hora?
Impasible, alzada su mirada un poco por encima del
crepúsculo, como tratando de entender dónde quería meterse el sol, ella mantenía
sus labios sellados, pero sin perder la sonrisa.
***
Ángel se mantuvo en silencio, arrimado a la sombra cada
vez más larga de la dulce joven, tratando de imaginar por qué no quería
responder.
Tal vez no le entendía, tal vez la muchacha era de otro
país, quizás de uno lejano, de un lugar maravilloso donde las palabras tenían
otra forma, donde los colores respondían a otros nombres y los adjetivos, a
pesar de significar lo mismo no sonaban sino como un mar de intrincadas
siluetas desdibujadas de un cuadro de Van Gogh.
***
-¡Mira, mira!- asaltó un individuo tirando de la manga de
la que parecía su reciente esposa- ¡Es Anabel!
-Sí…ya lo veo, cariño… venga... una foto y volvemos al
hotel, ¿vale?- coqueteó con la mirada, con los ojos que sólo ellas saben poner,
con esa sonrisa pícara a la que no se puede negar uno.
-Nada de fotos…- balbuceó ansioso mientras pellizcaba,
sin vergüenza, el culito respingón de su acompañante- ¡vamonos ya!
***
Las risas contagiosas de la pareja resonaron durante un
rato llenando el ocaso sepulcral del parque. Cuando se apagaron, Ángel ya había
grabado el nombre de la desconocida en una libretita que guardó en el bolso de
la camisa.
-Estúpidos- susurró Ángel saliendo de detrás del árbol
que lo cobijó al llegar la dichosa parejita - no entiendo porqué la gente tiene
que molestar siempre.
***
Anabel no hizo ningún movimiento, ni cuando casi rompen
su eterna serenidad con unas fotos, ni cuando regresó a su vera el muchacho,
con una información, escondida en su corazón, como un tesoro.
-Ya conozco tu nombre, - musitó el joven, asombrado por
la frialdad marmórea de la muchacha- te llamas Anabel...
Ángel se mantuvo expectante, a la espera de cualquier
movimiento, cualquier sensación, cualquier pequeño detalle que, por sutil que
pudiera ser, se habría antojado un gran éxito en la cruzada a la que se había
lanzado el joven; sin embargo, todo lo que pudo apreciar fue cómo el tono
ruboroso de la bella muchacha se tornaba de un rojo rubí, incandescente y
volcánico, del color del odio reprimido y la cólera a punto de estallar.
Ángel, temiendo que, tal vez, estaba comenzando a
molestarla, quiso disculparse.
-No quería importunarte, de veras, solamente quería saber
la hora que es.
Anabel
mantuvo su mirada apartada, huidiza, ajena a la voluntad férrea del joven,
quien, continuaba manteniendo una distancia mediterránea, más propia de un
acercamiento que de una separación pero, con el prudencial decoro, respetando
el límite espacial de los desconocidos.
***
El
incómodo silencio femenino fue rompiéndose, sutilmente, por una jauría de
chillidos lejanos y descoordinados. Poco a poco, aquella violencia aérea fue
invadiendo el sacrosanto emplazamiento en el que, la extraña pareja, mantenía
su unidireccional relación.
A medida que los ruidos empezaban a concentrarse sobre
las cabezas de los jóvenes, Ángel se dio cuenta de que se trataba de los
pájaros que solía ver desde la ventana de su habitación enredándose en juegos
celestiales, torbellinos acompasados en perfecta formación, una nube negra que
atravesaba el cielo de la ciudad con una extraña y sobrenatural puntualidad, ya
que, con una sincronización de cuarzo más propia de humanos que de animales,
surgían, de la nada, a la misma hora día tras día.
Ángel tenía, al fin, su respuesta, aunque no de los labios
sellados de Anabel sino de los locos estorninos que habían aparecido en el
parque. El problema era recordar a qué hora hacían su aparición; la última
semana no se había asomado a la urbe, su persiana había permanecido cerrada,
evitando el contacto con la realidad exterior, por lo que no había prestado
atención a los puntuales acontecimientos que le otorgaba la naturaleza.
-Son estorninos,- comenzó a explicar Ángel- negros como
la noche y con el pico amarillo. Son el anuncio de la naturaleza para que los animales
vuelvan a sus casas a dormir o eso decía mi madre.
En
realidad nunca había conocido a su madre. Se había criado con su abuela ya que
sus padres murieron cuando él no tenía más que unos meses de vida.
***
Cuando las farolas del parque comenzaron a encenderse,
con un chasquido perfectamente compenetrado ejecutado de modo marcial, y
pasaron del azul eléctrico a una especie de naranja sereno, el canto de las aves
se fue rompiendo por ráfagas de silencios iluminados de noche.
El frío de la nocturna brisa, atravesada de los recuerdos
aún cercanos de un invierno que apenas había pasado, puso la piel de Ángel
ligeramente espigada. Recordaba que, al salir de la habitación, tuvo en sus
manos una chaqueta de punto, ahora se lamentaba de no haberla traído finalmente,
no tanto por él, sino por la posibilidad de ofrecerla a la dulce Anabel.
***
Alguien se acercaba por uno de los caminos del parque,
sonaba divertido, era como si un grupo de críos salieran del colegio en pleno
recreo, mucho barullo, pero completamente inocente.
Ángel se ocultó de nuevo entre las sombras de un sauce, a
la espera de que aquel jolgorio se esfumase del mismo modo en que había
aparecido.
-¡Mira!-gritó uno de ellos.
-¡Ahí está! ¿La ves?- acompañó otro -¿Está buena o qué?
-¡Qué, tía! ¡Qué guapa tan calladita!- y las risas y las
burlas siguieron.
Las ofensivas palabras resonaban violentas en la cabeza
de Ángel como si un tambor de dimensiones inhumanas hubiese sido golpeado con
furia por un semidiós.
No
entendía porqué hablaban así, ¿se referían a Anabel?, ¿quién, en su sano
juicio, se atrevería a hablarla así? No podía ver desde su nicho, pero
comprendía perfectamente que nada bueno podía estar pasando.
Nervioso,
asustado, trató de encontrar en su interior un poco del valor del que tanto
había escuchado hablar en la tele, aunque era complicado luchar contra su
anquilosante fobia social.
Paralizado de dolor moral, sólo podía esperar que el
tiempo, que hasta ese momento había transcurrido dulcemente lento, recuperase
su ritmo y arrastrase lejos a los animales que se habían atrevido a profanar la
honra de la hermosa dama.
***
Al cabo de un rato, las irracionales criaturas se
cansaron de ofender y humillar. El estallido de unos cristales y unos pasos
acercándose al lugar, veloces, disgregaron a los infames y disolvieron el
aquelarre.
-¡Malditos cabrones!-gritó con furia Ángel al asomarse
desde detrás del sauce.
***
-¿Quién eres?- interpeló un hombre alto y delgado, con un
extraño uniforme de colores verdosos que, al amparo de las farolas, se antojaban ocres
y amarillentos.
-Soy Ángel.
-¿Has visto a esos energúmenos?-le preguntó el
acompañante del primero, un tanto más rechoncho y bajito.
-No, sólo les escuché gritando a Anabel.
Los dos
uniformados se miraron fijamente durante un instante, extrañados ante la
desconcertante respuesta del joven.
-¿Qué hacías aquí?
-Sólo quería saber la hora y le intenté preguntar a ella-
dijo señalando el cuerpo inerte tumbado en el frío césped.
La
pareja quijotesca volvió a mirarse con más incredulidad aún.
-¿Acaso creías que ella podía decirte la hora? Pe…pero…-y
las palabras se apagaron en su boca antes de escupirlas-…pero si es una
estatua- y comenzaron a reírse con tal estrépito que hasta los estorninos se
despertaron y se lanzaron al cielo en busca de un paraje más sereno.
Aquella tarde, Ángel descubrió que las estatuas no saben
la hora.