jueves, 21 de agosto de 2014

Hasta que la muerte...

El hombre luce una inquietante sonrisa. Su imagen, a pesar del marcado carácter masculino, transmite la misma sobriedad hermosa de "La Gioconda", con las manos cruzadas sobre el vientre, mientras permanece sentado bajo la marquesina del interurbano.

El fulgor anaranjado de una farola parece darle un tono veraniego, saludable, como de recién llegado de un viaje de novios al Caribe, algo probable por el modo en que la alianza luce el brillo de la novedad.

La mujer, de blanco inmaculado, ya se acerca. Camina despacio, observando con delicadeza cada paso. Sus ojos intuitivos buscan la verdad.

Una ligera brisa nocturna mece, con ternura, una cinta que reza: "PROHIBIDO EL PASO".

El valor del miedo

"Esta vez no erraré el tiro, esta vez no temblaré al verte borracho atravesar el umbral. No pensaré en nuestros hijos, ya no están en casa, se han ido a formar su propia familia, lejos de ti."

Había podido huir desde la última paliza, escapar a algún lugar perdido, sin embargo, fue valiente y se quedó a esperarle, pacientemente, sabía que una orden de alejamiento le haría volver, contaba con ello.

"Aquí estoy, deseando que llegues a esa puerta, ni siquiera he cambiado la cerradura para que te sea más fácil entrar."

Al otro lado del pasillo suena el tintineo de unas llaves, la puerta comienza a abrirse...

TIERRA MOVIDA

“Una vez te escuché decir a alguien que robar a un muerto era lo más rastrero que podía hacerse. Hoy he venido a tu funeral para arrebatarle a tu tumba todos los secretos que pretendías dejar bajo la lápida."

***

Natasha permanecía inmóvil frente al ataúd de roble, en un pequeño alto coronado por un ciprés centenario. El aire cálido y sensual de un atardecer de verano besaba cada milímetro de su piel de veinte años, acariciando por debajo de la falda y escalando hacia sus pechos a través de la vaporosa blusa; sin embargo, un escalofrío recorrió su espalda, la hizo estremecer y encogió sus sentimientos al ver cómo el ataúd penetraba en las carnes abiertas de una tierra que lo acogía en sus entrañas como tantas otras veces Natasha acogió al hombre que yacía dentro.

***

Una sacudida de recuerdos violentos la transporta a las lejanas estancias en donde juegan al escondite restos de su pasado. Una tibia luz penetra en sus rincones más oscuros, llenando de una pegajosa blancura todas las cavidades de su memoria. Sacude la cabeza pero no puede limpiar la desagradable sensación.

"Llegabas a casa tarde, después de un intenso día de trabajo que no conseguía agotarte y te acercabas sigiloso a la puerta de mi intimidad.
Entrabas sin hacer ruido: te gustaba verme dormir, sumida en el silencio de mis sueños. Te desnudabas lentamente, sin ninguna prisa, con esa paciencia eterna que te movía despacio. Luego, arropándote entre mis sábanas, acercabas tus labios a mi oído y susurrabas mi nombre, tan dulcemente que un cosquilleo recorría todo mi cuerpo y me despertaba.
Siempre te gustó que me quitase la ropa delante de ti, pero nunca hubo música entre nosotros, tan sólo la acelerada percusión de un corazón excitado. "

***

Natasha paseaba silenciosa por los caminos eternos de un parque de recuerdos perennes en donde los niños jugaban a ser padres y los padres a ser niños. Pasó junto a un banco de madera, uno de los que recordaba frente al brillo del estanque, y se sentó, observando cómo los voraces patos devoraban los trozos de pan que ella arrojaba, con quince años.
Alzó la mano y un pequeño querubín de tonos grises se posó en su mano para comer migas de galleta, cuando terminó se fue volando. Natasha siguió al ángel con la memoria mientras se perdía en el cielo.

***

"Recuerdo la primera vez que entraste en lo más profundo de mi ser, lo recuerdo como si hubiese sucedido ayer mismo, aunque hace ya mucho tiempo que tu nerviosismo se abalanzó como un tigre sobre mi intachable virginidad y manchó, con la sangre de una inocente presa, mis sábanas blancas. Nunca te paraste a pensar en lo que hacías, ¿verdad?
Aquel día, cuando me diste el beso de buenas noches y te marchaste, me quedé sola, llorando en el silencio de una habitación violada, sin la certeza de lo que había pasado y con un dolor tanto físico como moral. "

***

El funeral se hacía largo, igual que la sombra del sacerdote que, arras­trándose por el suelo, iba besando una a una las lápidas con las que se topaba al intentar alejarse de un anaranjado sol que amenazaba con perderse tras el horizonte antes de que se hubiese terminado el cansado ceremonial.
Con el anochecer llegaba un viento frió que se acercaba a la triste soledad de Natasha y seguía su viaje hacia ninguna parte junto a los pensamientos perdidos de la única persona que escuchaba la oración, larga pero hermosa, que dirigía el agradable clérigo a un hombre muerto y a una mujer con ganas de morir.

***

Natasha sacó un cigarrillo del bolso de piel negra que llevaba colgado del hombro, lo encendió y sintió cómo la miraba con cierta reprobación el viejo oficiante.
Nada de eso tenía ya importancia, nada de lo que pudiese pensar nadie, ni siquiera aquel hombre que estaba, por fin, terminando la oración.

- ...porque nadie ha sido enviado a la tierra por Nuestro Señor sin un motivo y el motivo de todo ser es el de tener una familia de hijos e hijas que pueblen con salud y amor todos y cada uno de los rincones de nuestra amada casa que es la casa del Señor. La riqueza de un hombre no puede medirse por sus posesiones pues en el Cielo todos somos iguales a los ojos de Dios y esa es nuestra más preciada posesión: la mirada paternal e indulgente de Dios, Nuestro Señor. Amén.

Terminó el cigarrillo al tiempo que concluía la oración. El sacerdote se dirigió hacia Natasha, la tomó del brazo, con un agradable gesto, y le dio su más sentido pésame. Ella, aunque indiferente, aceptó sus palabras porque sabía que no eran más que eso, sólo vacíos mensajes de un hombre al que no volvería a ver sobre un hombre al que jamás podría olvidar.

***

El sacerdote se fue con su sombra negra hacia la capilla y cuando lo perdió de vista, Natasha volvió a sentir otra vez la necesidad de huir, como la primera vez que se acostó con el hombre que ahora se atrevía a descansar por toda la eternidad.
No se fue hasta que los enterradores terminaron su trabajo; sólo entonces aceptó que nada le quedaba por hacer en aquel lugar, ni en aquel ni en ningún otro.

***

Ella volvería a casa, se prepararía un baño de espuma y dejaría que el agua se saliese de la bañera, ya nada tenía importancia, nada volvería a ser lo que era antes. Por fin podría descansar sin la tensión de no saber si él volvería o no para tomarla como siempre había hecho.

***
Natasha dejó una botella de champán en un cubo con hielo en el cuarto de baño, junto a una sola copa, su copa, y una cuchilla de afeitar que había comprado hacía tiempo, antes de que él enfermara de sida y la contagiase.
Todo estaba sobre una banqueta de madera junto a la bañera y todo estaba con motivo.
Pondría un disco de los que a ella le gustaban, se desnudaría despacio, sin nadie que la hiciese ir deprisa y se metería en la bañera durante un buen rato. Abriría la botella y se serviría una sola copa, para ella, y la bebería despacio, con todo el tiempo en sus manos, dirigiendo, al fin, su propia vida. Luego todo terminaría cuando ella quisiese, tomaría la cuchilla y se cortaría las venas como tantas otras veces había intentado.

***

"No te rías de mí, esta vez no estas para impedir que lo haga. Sólo me has dejado una enfermedad y malos recuerdos, esa debe ser la herencia de amor de la que hablaba el cura. Entraste en mi vida cuando te dio la gana y sin pedir permiso. Yo te acepté en mi cama porque no sabía qué era lo que estabas haciendo, yo era muy joven, pero al menos podías haber sido fiel conmigo, ya que no lo fuiste con mi madre.
Fue por eso, por tu culpa, que ella muriese, pero a ti nada te importaba. Recuerdo que el mismo día de su muerte, después de regresar del entierro, cuando yo me estaba dando una ducha, entraste y me volviste a tomar. Aquel día fue el primero en el que intenté suicidarme, ¿lo recuerdas tú? "

***

Natasha terminó de apurar otro cigarrillo y se agachó para apagarlo sobre la tierra movida bajo la cual descansaban los restos de aquel individuo.
Uno de los sepultureros que aun estaba allí, se quedó atónito ante la sorprendente actitud de la joven y creyó escucharla decir algo que sólo entendería, al pensar en ello al día siguiente, mientras leía la desgarradora historia de la joven, en una carta de suicidio, publicada en un periódico de la región:

- Adiós, papá.

Aarón

Cuando nació, arropado por el frío glacial de unas latitudes tan lejanas y desconocidas, nadie se fijó en que era distinto. Era como todos, un poco más pequeño y delgado que el resto de los que habían nacido en aquellos días, pero no parecía sino un poco más desnutrido que ellos.

Con el paso del tiempo, las diferencias con los otros se fueron acrecentando; primero de forma sutil, con más enfermedades que el resto, de nuevo debido, probablemente, a la falta de alimento, luego con una diferencia apreciable de estatura y complexión y, finalmente, con un claro y marcado deterioro de su plumón, sin nacimiento de plumas nuevas, el pingüino Aarón, era incapaz de disimular que, simplemente, desaparecía dejando zonas desnudas en su sensible piel.

Todos los demás pingüinos lo esquivaban, temían que les contagiase su mal, y sólo unos pocos lo miraban, pero lo hacían con desprecio, como si el pobre Aarón fuese culpable de sus propias desgracias.

Unos meses después de nacer, todos los jóvenes se zambullían por primera vez en el mar, en busca de diversión y sustento, todos menos Aarón, quien, desprotegido del abrigo de un plumaje mullido y aislante, sólo podía quedarse al borde de la isla de hielo, mirando al cielo y llorando su impotencia.

Entonces entendió ver, en el vuelo de los alcatraces, la vida que ansiaba; él era distinto, lo sabía, pero eso no tenía que ser un problema, sino una oportunidad, y con ese pensamiento rondando su cabeza comenzó a idear un plan.

Cuando los jóvenes se sumergían, Aarón trepaba una ladera cercana a la costa en busca de plumas de distintas aves que habían anidado allí, también recogía algunas algas que la marea atrapaba entre los rompientes de la orilla y, oyendo las risas de sus congéneres, fruncía el ceño y soñaba, sintiendo que algún día, llegaría su turno.

Al cabo de un año, mientras todos dormían, Aarón ascendió hasta lo alto de la colina, llevando consigo un pesado fardo en el que escondía su gran tesoro, su futuro, su esperanza y su venganza.

Al llegar a la cima, desplegó un fabuloso manto de plumas, inmenso, desproporcionadamente blanco y puro, se lo puso sobre los hombros y, cuando los primeros rayos comenzaron a despuntar, Aarón agitó el cuerpo y desplegó toda la fuerza de sus alas, alzando el pesado armazón sobre su cabeza y reflejando con esplendor toda la luz del astro.

Los pingüinos, que se habían burlado de sus disminuidas facultades, despertaron asustados por la ingente claridad que se cernía sobre ellos. Sin saber a qué era debido, algunos trataron de huir en todas direcciones, golpeándose con violencia unos contra otros, quedando, inconscientes e incluso heridos, tirados sobre sus propias heces y orinas. Otros, simplemente no lograron salir de su estupor y, presas de un pánico indescriptible, tan sólo dejaron de vivir.

Aarón no estaba satisfecho, aun quedaban algunos, así que tomó impulso, se lanzó en picado desde lo alto y, batiendo las alas de su nuevo traje, comenzó a volar.

Ascendió con firmeza, en busca de los rayos que se alargaban desde el horizonte; su esfuerzo podía costarle la vida, pero él sabía que nada lo detendría, ni la muerte podría evitar que la rabia contenida por todas las humillaciones sufridas, quedase sin venganza.

Batió con fuerza las alas hasta tocar el cielo y, desde lo alto, miró hacia abajo, y observó cómo aquellos empequeñecidos seres que fueron su prisión moral, lo imploraban con lágrimas en los ojos. Pero él ya había llorado, más que todos ellos juntos, y había sido por su culpa, así que, sin contemplaciones, abrió de par en par su armazón y capturó los dedos solares entre sus brazos.

Volvió a batir sus extremos emplumados, una sola vez y lanzó, como flechas del infierno, los rayos que había atrapado contra las promesas de piedad y las angustias, contra las mentiras y las burlas.

Permaneció en lo alto, viendo cómo los cegadores impactos destruían las vidas que le habían marcado, que le habían aislado, que le habían dejado a un lado como a un ser inferior, incapaz, y disfrutó de la dantesca desesperación que había creado.

Entonces, sólo durante un instante, dejó que una lágrima se deslizase por su mejilla, se escapaba sin razón, sin derecho, nada había por lo que estar triste y mucho menos por lo que llorar. Trató de limpiarse con un brazo, pero pronto asomó otra lágrima del otro lado y pronto otra más y siguió así, hasta que comprendió que el llanto era imparable.

Desconsolado, abatido, asustado y avergonzado, tapó su rostro con las manos, dejando de volar, y cayó, con fuerza, con estruendosa claridad, golpeándose contra la dura realidad de la conciencia y murió entre quienes nunca dejaron de ser los suyos, aunque jamás supieron demostrarlo.

miércoles, 20 de agosto de 2014

TARDE PARA ENTENDER

Lejos de la luz de la aurora, el cielo nocturno paseaba despacio, recreándose en la tristeza de unas lágrimas cristalinas y centelleantes, entregada al misterio de la soledad, gobernando con su luz de porcelana el rostro de un doncel que recordaba sus fracasos desde el borde de un pedestal de piedra y prado.

Aquella figura, la fastuosa estatua de inquebrantable fe, se enfrentaba desde el norte al resto de la ciudad, encumbrado, por alguna piedad intangible de económicas pretensiones, sobre el símbolo de la capital, el Naranco.

Abrazado al tiempo, atrapado en una edad que no le correspondía, cada noche buscaba en la soledad de su habitación la calma de un beso robado al alcohol y la lujuria de un cigarrillo que lo consumían en silencio.

La pantalla del ordenador parpadeaba en tonos azulados su nombre, para no olvidarlo quizás, René, revoloteando por cada esquina, con efecto de espejo, como si fuera un virtuoso de la informática pero sin saber, apenas, manejar del teclado.

Apuró el pitillo y lo estrujó contra un recuerdo de algún viaje de hace años, de cuando salía de casa en busca de aventuras, de cuando tenía una vida, y golpeó la tecla de espacio para comenzar la sesión. El fondo de pantalla, una imagen de un perro cazador tumbado, estaba salpicado de carpetas, accesos rápidos y archivos de audio que había descargado de algún sitio.

Tomó el ratón y comenzó a desplazar el cursor, primero apretó dos veces sobre una de las canciones y, en el reproductor, comenzó a cantar Gary Jules, con su arrastrada Mad World; esa canción le encantaba, la tarareaba porque apenas sabía inglés, pero el estribillo lo bordaba y se recreaba en cada letra, sintiendo que era el mejor cantante del mundo o, al menos, que era capaz de igualar al propio artista.

Luego situó el cursor sobre el icono de un regordete verdecillo y abrió el programa de mensajes rápidos, para ver si había alguien conectado a esas horas; era demasiado tarde, nadie estaba tan aburrido de su propia vida. Cerró la sesión.

Comenzó a navegar por la red sin rumbo, se deslizaba con torpeza por páginas de todo tipo, desde las novedades del motor hasta la predicción del tiempo para los próximos días, y, en todas ellas, encontró una pauta, siempre aparecía la misma publicidad, extrañamente, una y otra vez se repetía la misma secuencia de imágenes a un lado u otro de la página, pero la repetición era exacta, una fotografía de una mujer, hermosa, de cabello negro y tez amablemente embriagadora, seguida de una pregunta directa sobre un fondo blanco: ¿Seguro que quieres estar ahí?

Trató de no pensar en ello, nunca había pinchado en un link publicitario, pero la pregunta resonaba con fuerza en su cabeza, golpeando en cada página, en cada clic, en cada latido de su corazón, llamándolo casi por su nombre: ¿Seguro, René?

Al final, con los nervios destrozados por la curiosidad, decidió entrar en aquel mundo que lo reclamaba. Tomó un sorbo de algo que ya no estaba frío y que apenas recordaba la gradación que había tenido, encendió un cigarrillo, apagó el reproductor y bajó la intensidad de la lámpara halógena, como si quisiera escudar su paranoia en una oscuridad innecesaria. Apuró el vaso, aspiró una inmensa calada y pinchó en el enlace.

Miles de imágenes brotaron en tropel desde el otro lado de la pantalla, arrollando e impactando directamente sobre los ojos de René; la vorágine de secuencias era tal que apenas podía reconocer nada de lo que llegaba a su mente, pero quedó enganchado a la pantalla y, poco a poco, pudo distinguir pequeños retazos.

Nada de lo que lograba asimilar tenía relación entre sí. Parecían notas de vidas pasadas, retablos de esquizofrénicas realidades, colgajos de viscosas sensaciones: un niño golpeado por la poderosa decisión de un padre descontrolado, desubicado, enajenado y mortalmente herido de sinrazón, un héroe con la capa rota, un atleta sin suerte, un jugador profesional con la rodilla destrozada en un accidente irreflexivo e innecesario o un viaje en tren al otro lado de Europa.

Pronto, todas las imágenes se aclararon; las entendía, las recordaba, eran pedazos escapados de su propia vida, eran su misma esencia que volaba, frente a su mirada perdida, en apenas unos segundos. Se estaba viendo a sí mismo y a lo que hubo sido en otro tiempo.

La última imagen fue la suya, en una noche, sentado frente a una pantalla que parpadeaba su nombre en tonos azules y comprendió, sólo en ese momento entendió qué sucedía y quiso pararlo, pero era demasiado tarde, era tarde para que nadie estuviera conectado al otro lado, era tarde para navegar por Internet, era tarde para vivir y murió...

Carta de apoyo a La Voz de Asturias.

Todo debe tener un sentido, literal o literario, para que la escasez de recursos mostrados y mostrables tengan la razón suficiente como para vencer sin convencer. NO CERRÉIS LA VOZ.
Palabras que son ideas que son emociones que son sentimientos que son vidas que son verdades y son mentiras. Palabras que han movido mundos enteros y que han de seguir moviendo. Palabras que son tristes mensajes de fracaso y de expectativas truncadas.
Son sólo eso, palabras que han de quedar mudas, palabras que no hablarán más, palabras que recordaremos en silencio bajo el grito desgarrado de una crisis existencial en la que los números vuelven a ganar la mano y la emplean para destruir una Voz.
De nada ha de servir nuestro clamor por lo que ha de venir, nuestro apoyo a quienes lo han de sufrir o nuestra repulsa ante semejante desvarío desproporcionado en el que la insostenibilidad de un medio pasa por la guillotina a todos aquellos que han estado soportando sobre sus hombros la despótica deshumanización de algo que dejó, tiempo atrás, de ser un tesoro de información para los ciudadanos y pasó a convertirse en un modo de atesoramiento de un grupo que, ante las primeras incertidumbres económicas, opta por la salida más cercana.
Quizás sea este el momento de pensar egoístamente, tal vez el "sálvese quien pueda" sea la forma efectiva de tomar decisiones difíciles, pero, sinceramente, creo que la situación a la que deben enfrentarse cientos de personas por causa del despido es más injusta que la incapacidad de unos pocos de aumentar aun más sus acaudalados bolsillos.
Que no silencien vuestros latidos y que la tinta siga fluyendo por los ríos de nuestra región.