La cuerda se balanceaba ligeramente, desde la rama de un viejo árbol.
La brisa fresca soplaba de las montañas nevadas del norte, el territorio donde vivían los monstruos de las historias que las madres contaban, a sus niños, cuando los acostaban en la cama.
Era domingo y Tom, el pequeño hijo mestizo del sheriff J. Wallace, jugaba en el río, antes de la hora de comer, mientras su madre tendía la ropa.
Vivían a media hora a caballo de Coloma, en una cabaña con unos acres de terreno de cultivo y un par de mulas para el arado.
Unos años antes, cuando su hijo aún no había nacido, tuvieron ganado pero, para una mujer, llevar las cosas de la casa y criar a un bebé ya eran demasiado trabajo, al menos eso le dijo John, una noche, mientras acariciaba la barriga donde crecía Tom.
Shasta nunca le dijo a su marido que se sentía insegura en aquel paraje, sin embargo, ella sabía que sus tierras estaban demasiado lejos de la justicia impartida por él.
Coloma, a pesar de ser una de las comunidades más tranquilas y prósperas de todo el Condado de California, lo primero gracias al sheriff y sus ayudantes, lo segundo gracias a la abundancia de pepitas de oro provenientes de Sutter's Mill, estaba poblada por gentes demasiado recelosas y, absolutamente todas esas personas, fieles creyentes y fervientes adoradoras de los oscuros y acusadores sermones dominicales del reverendo William Clay.
Precisamente, aquella mañana de domingo, el reverendo había hablado, había gritado, había acusado y sentenciado a todos aquellos sucios e inmundos seres que vivían semi desnudos, pintados con extrañas marcas, salvajes incivilizados e infieles productos nacidos del vientre de Satanás.
Sí, habló de los indios que vivían en las montañas, aunque nunca se habían acercado a Coloma. Insultó a aquellos adoradores de otras fuerzas, a quienes nunca habían aceptado la "verdadera" fe y, en su furia religiosa, en su sermón envenenado, señaló al peor de los infieles, a quien retozó con una salvaje y, fruto de aquél pecado, trajo al mundo a una bestia sin alma.
"Amén" fue la respuesta de todos los feligreses.
La cuerda se balanceaba ligeramente, desde la rama de un viejo árbol, a mitad de camino entre Coloma y la cabaña donde Shasta y el pequeño Tom esperaban a que llegase John para comer.
El cuerpo del sheriff, sin vida, colgaba de uno de los extremos de la soga.