jueves, 3 de septiembre de 2015

Miedo cristalino.

Los primeros rayos de sol se abrieron paso desde la escarchada montaña, acariciando, con su tibieza, las gotas de rocío que se deslizaban, mansas, hacia el río que serpenteaba a sus pies. Algunos pajarillos adornaban el rumor del agua con sus cantos matinales pero, por lo demás, el bosque parecía no tener ninguna prisa por despertar.

El día había comenzado fresco, cristalino y limpio, como tantos otros días, sin embargo, algo parecía estar fuera de lugar, no sabía bien qué podía ser, pero notaba que algo malo estaba a punto de sucederme.

De pronto, sin previo aviso, una tremenda punzada pareció atravesarme el cerebro. El agudo dolor, que ya me perforaba el ojo, me paralizó un instante que se hizo eterno y, sin más, un extraño pánico me hizo estremecer e intenté huir hacia cualquier lugar, lejos de aquella pesadilla.

Me retorcía con espasmódicos movimientos, encogiéndome y saltando por igual y, sin sentido, volvía a lanzarme en una enloquecida carrera en todas direcciones, sin poder escapar de aquel tormento.

Pronto, la cristalina mañana comenzó a nublarse, adquiriendo un extraño tono rojizo y un cierto aroma a hierro, o al menos ese es el recuerdo que tengo, ya que es posible que, en aquella enajenada secuencia del tiempo, nada fuese realmente lo que yo creía.

Los minutos detenidos transcurrían como años, el rumor del río ya no jugaba con los pajarillos ni serpenteaba, y el sol, al borde de la montaña, se había parado a observar mi locura. Solamente existía aquel dolor, aquel desgarrador y profundo dolor.

Entonces, cuando ya no podía más, cuando mi exhausto cuerpo se rindió, en ese preciso instante, sentí que mi vida ya no me pertenecía y cesé mi lucha contra el destino. Me dejé arrastrar por la corriente de la desidia y esperé a que el final llegase pronto, deseando que la muerte me tomara en sus brazos y me alejara de aquel terrible sufrimiento.

Me vi volar, vi alzarse mi cuerpo como si el mismo cielo tirase de mí con fuerza, vi mi propio reflejo salpicando la orilla del río y vi algo más que nunca olvidaré.

Un extraño ser, de proporciones gigantescas, un dios, portador de una extraña vara larga, me tomó con una de sus manos y, dejando a un lado su báculo celestial, sacó de mi alma aquella destructora punzada con precisión quirúrgica, me susurró unas palabras en algún idioma que nunca antes había oído y me devolvió al río.

- Pero, abuela, ¿ya no te duele, verdad?

La anciana carpa sonrío a su nieto y se alejó nadando, elegantemente tranquila, para ver, con el único ojo que le quedaba, cómo los primeros rayos de sol llegaban desde el otro lado del monte Fuji.

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