miércoles, 20 de agosto de 2014

TARDE PARA ENTENDER

Lejos de la luz de la aurora, el cielo nocturno paseaba despacio, recreándose en la tristeza de unas lágrimas cristalinas y centelleantes, entregada al misterio de la soledad, gobernando con su luz de porcelana el rostro de un doncel que recordaba sus fracasos desde el borde de un pedestal de piedra y prado.

Aquella figura, la fastuosa estatua de inquebrantable fe, se enfrentaba desde el norte al resto de la ciudad, encumbrado, por alguna piedad intangible de económicas pretensiones, sobre el símbolo de la capital, el Naranco.

Abrazado al tiempo, atrapado en una edad que no le correspondía, cada noche buscaba en la soledad de su habitación la calma de un beso robado al alcohol y la lujuria de un cigarrillo que lo consumían en silencio.

La pantalla del ordenador parpadeaba en tonos azulados su nombre, para no olvidarlo quizás, René, revoloteando por cada esquina, con efecto de espejo, como si fuera un virtuoso de la informática pero sin saber, apenas, manejar del teclado.

Apuró el pitillo y lo estrujó contra un recuerdo de algún viaje de hace años, de cuando salía de casa en busca de aventuras, de cuando tenía una vida, y golpeó la tecla de espacio para comenzar la sesión. El fondo de pantalla, una imagen de un perro cazador tumbado, estaba salpicado de carpetas, accesos rápidos y archivos de audio que había descargado de algún sitio.

Tomó el ratón y comenzó a desplazar el cursor, primero apretó dos veces sobre una de las canciones y, en el reproductor, comenzó a cantar Gary Jules, con su arrastrada Mad World; esa canción le encantaba, la tarareaba porque apenas sabía inglés, pero el estribillo lo bordaba y se recreaba en cada letra, sintiendo que era el mejor cantante del mundo o, al menos, que era capaz de igualar al propio artista.

Luego situó el cursor sobre el icono de un regordete verdecillo y abrió el programa de mensajes rápidos, para ver si había alguien conectado a esas horas; era demasiado tarde, nadie estaba tan aburrido de su propia vida. Cerró la sesión.

Comenzó a navegar por la red sin rumbo, se deslizaba con torpeza por páginas de todo tipo, desde las novedades del motor hasta la predicción del tiempo para los próximos días, y, en todas ellas, encontró una pauta, siempre aparecía la misma publicidad, extrañamente, una y otra vez se repetía la misma secuencia de imágenes a un lado u otro de la página, pero la repetición era exacta, una fotografía de una mujer, hermosa, de cabello negro y tez amablemente embriagadora, seguida de una pregunta directa sobre un fondo blanco: ¿Seguro que quieres estar ahí?

Trató de no pensar en ello, nunca había pinchado en un link publicitario, pero la pregunta resonaba con fuerza en su cabeza, golpeando en cada página, en cada clic, en cada latido de su corazón, llamándolo casi por su nombre: ¿Seguro, René?

Al final, con los nervios destrozados por la curiosidad, decidió entrar en aquel mundo que lo reclamaba. Tomó un sorbo de algo que ya no estaba frío y que apenas recordaba la gradación que había tenido, encendió un cigarrillo, apagó el reproductor y bajó la intensidad de la lámpara halógena, como si quisiera escudar su paranoia en una oscuridad innecesaria. Apuró el vaso, aspiró una inmensa calada y pinchó en el enlace.

Miles de imágenes brotaron en tropel desde el otro lado de la pantalla, arrollando e impactando directamente sobre los ojos de René; la vorágine de secuencias era tal que apenas podía reconocer nada de lo que llegaba a su mente, pero quedó enganchado a la pantalla y, poco a poco, pudo distinguir pequeños retazos.

Nada de lo que lograba asimilar tenía relación entre sí. Parecían notas de vidas pasadas, retablos de esquizofrénicas realidades, colgajos de viscosas sensaciones: un niño golpeado por la poderosa decisión de un padre descontrolado, desubicado, enajenado y mortalmente herido de sinrazón, un héroe con la capa rota, un atleta sin suerte, un jugador profesional con la rodilla destrozada en un accidente irreflexivo e innecesario o un viaje en tren al otro lado de Europa.

Pronto, todas las imágenes se aclararon; las entendía, las recordaba, eran pedazos escapados de su propia vida, eran su misma esencia que volaba, frente a su mirada perdida, en apenas unos segundos. Se estaba viendo a sí mismo y a lo que hubo sido en otro tiempo.

La última imagen fue la suya, en una noche, sentado frente a una pantalla que parpadeaba su nombre en tonos azules y comprendió, sólo en ese momento entendió qué sucedía y quiso pararlo, pero era demasiado tarde, era tarde para que nadie estuviera conectado al otro lado, era tarde para navegar por Internet, era tarde para vivir y murió...

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