martes, 8 de julio de 2014

Aire, fuego, agua y ...

Nada en esta vida prepara para la llegada de la próxima y, sin embargo, todos debemos prepararnos; aunque la locura nos guía por mal camino puede ser de gran ayuda.

Cuando todo estaba tan oscuro que apenas un hilo de luz podía cruzar la estancia vacía en la que antes hubiese jurado existía un mundo, los temores asaltaron a traición, como un huracán violento, sin pedir permiso ocuparon y poblaron todos los huecos de aquel silencio, creando un universo de torbellinos de caos y cubriendo con gritos y tempestades cada milímetro de las cuatro cementeras paredes.

La prisión de cuerpo y mente lleva consigo una sinrazón propia de internos psiquiátricos y remueve alma y seso y desemboca el galopar de ideas incendiarias que se atropellan unas a otras, mezclando risas y llantos en una pira infernal, hasta que, al final, no queda más que la cicatriz de una quemadura que escuece mientras se cura a través de la comprensión, la aceptación, el reconocimiento de las circunstancias que te rodean, y la locura deja de ser tal y surge el genio del cráter de un volcán, destructivo y constructivo a la vez, todo en uno, como si de pronto, el genérico humanoide encerrado pasase a otro plano de la realidad, obviando el plano físico y superando además el intelectual, y se convirtiera por obra de su propia sencillez y complicación, en un ser divino, en un eterno ser con poder pleno y sed de venganza.

Sin embargo, un jarro de agua sucia y fría le devuelve a su estado racional, sumiendo sus esperanzas en un océano de amargura salina, y entonces regresa el miedo y embate con fuerza de olas sus paredes, tratando desesperado de salir, y grita hasta deshacer sus cuerdas como lo haría un faro en medio de la niebla, sin embargo, cuando la afonía da de nuevo paso al silencio, y en medio del mismo puede volver a pensar y encauzar sus pensamientos, reconoce hundido su impotencia y se deja arrastrar por la marea de su desesperación.

No hay salida, no queda solución, siente poco a poco que el aire desaparece, que sus pulmones comienzan a quemarle por el esfuerzo que supone respirar, nota cómo las paredes que tanto le atormentan no son fruto de una imaginación descontrolada y rompe a llorar, desbordando la presa de sus sentimientos que afloran en el silencio inmenso, y en la eternidad de su sufrimiento no puede más que volverse loco otra vez más en un vano intento de evasión, pretendiendo que el estado irracional le permita llegar sin sufrimiento a la muerte para la que aguarda ya tumbado, enterrado vivo a tres metros bajo tierra.

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