miércoles, 3 de junio de 2015

Tarde, mal y nunca.

De muerte se había teñido el sol justo antes de ocultarse tras el monte Naranco, poco más que una colina rematada con una de esas figuras de un Cristo bondadoso que tanto gustaban años atrás.
Aquella tarde, con sus imperceptibles detalles, se le había hecho demasiado complicada por momentos. El primer indicio que debió hacerle sospechar de que algo no estaba bien fue llegar a su coche y ver una multa, de esas, las que siempre tiraba, por aparcamiento excesivo en zona limitada, justo un minuto antes de salir de la oficina. No encontró al inquisidor en la calle, lo que impidió su desahogo verbal y aumentó su tensión un par de grados.
La segunda de las circunstancias que tuvo que hacerle dudar de su destino fue encontrar el estanco cerrado, algo muy raro pues siempre acostumbraba a cerrar a las 20:00 y apenas habían pasado de las 19:30.
Pero, esto tuvo que hacerle reaccionar, el elemento que, por encima de cualquier otra memez, debió hacerle entrar en razón, hasta el punto de decidir huir a casa y echarse a dormir directamente, fue presenciar un accidente en un semáforo, apenas a dos calles de su domicilio, de un vehículo de los que te hacen sospechar inmediatamente.
Cuando salió del coche, para atender a los ocupantes del automóvil empotrado en la farola, escuchó una locura de sirenas policiales.
Apenas pudo entender que se trataba de una persecución cuando un disparo en la nuca le dio la razón.

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