martes, 24 de abril de 2018

El encuentro (Historias de Carola)

Cuando era niño, mucho antes de aprender a leer y, por supuesto, mucho antes de saber escribir, encontré una caracola en la orilla del mar.

Aquel verano había ido a pasar unos días con mis abuelos, en un pueblo costero. Todo olía a mar y a vacaciones, y cada mañana, al despertar, me ponía el bañador, desayunaba leche con veinte galletas, tal vez no eran tantas, a lo mejor solo eran seis o siete, pero recuerdo que, con la barriga llena, saltaba de la mesa corriendo a todo correr hasta el armario de las toallas...pero siempre me decían mis abuelos lo mismo:

  • No corras tanto y vete al baño, que los dientes sucios no le gustan al ratón Pérez.

Aquello era cierto, como todo lo que dicen las personas mayores, ya que un día, un diente feo, muy feo, algo negro y roído, con un poco de caries, se me calló y, a pesar de ponerlo debajo de la almohada varios días, no logré que el señor Pérez me dejará ni una moneda, y eso que, incluso, lo pinte con una tiza de la escuela para que pareciese menos estropeado.

En fin, a lo que iba, una mañana, ya en la playa, estaba haciendo el mejor de los castillos de arena que nadie había hecho jamás, ocho torres bien alineadas, murallas dobles, un puente levadizo, caballeros entrando por el gran portón, un salón del reino con trofeos, ..., bueno, en realidad no era tan tan tan grande, pero era mi castillito de arena, y era precioso.

Apareció por allí un niño jugando a la pelota, yo seguía enfrascado en hacer la primera torre, el niño iba despistado mirando al balón, yo despistado mirando la arena, el balón despistado mirando las olas y, de repente, el niño tropezó conmigo, el balón salió despedido hacia una señora que tomaba el sol, mi torre se derrumbó y, en aquel caos, mi cara acabó aplastada contra la arena: menudo desastre.

Cuando logré quitarme toda la arena de los ojos, el balón ya no estaba, el niño había desaparecido, la señora se había puesto en pie y gritaba al viento y mi reino había desaparecido, enterrado en las arenas del tiempo.

Fue, en ese momento, cuando encontré la mejor de las mejores maravillas que nadie ha encontrado nunca jamás: una caracola cuentahistorias.

En realidad, yo no sabía que era una caracola cuentahistorias. Vi algo brillante en la orilla y, al acercarme, me di cuenta de que era una preciosa caracola blanca, tan grande como mi mano y, encantado con mi descubrimiento, la cogí y fui corriendo a enseñársela a mi abuela que, al verla, me dijo:

  • Si te la pones junto a la oreja, escucharás las olas el mar en su interior.

Así hice y, para mi sorpresa, la caracola parecía contener todo un océano dentro. Yo miré y miré por el agujero tanto como pude, la sacudí, la observé, la puse contra el sol, la froté en la toalla, todo para tratar de sacar aquel mar de su interior, pero nada de lo que hacía daba resultado, el sonido de las olas seguía allí dentro, como si fuera magia.

Mis abuelos miraban cada uno de mis intentos y se reían, con cariño, con cada uno de mis fracasos. Algo en sus ojos me decía que ellos tenían claro que no lograría que la caracola dejase de sonar, pero algo en los míos les decía que no dejaría de intentarlo, hasta que, un poquito enfadado y un poquito hambriento, dejé la Concha a un lado y les dije a mis abuelos:

  • Creo que voy a dejarlo por ahora, solo un ratito. Después de comer seguiré intentándolo.
  • Claro,- respondió mi abuelo- eres tan cabezota como tu papá.
  • Sí,- dijo mi abuela entre risas- y tu papá es tan tozudo como tu abuelo.

La comida que llevábamos a la playa era todo un festín. De una cesta gigante, salían platos de croquetas, de empanadillas, de filetes rusos, de huevos duros, de tortilla de patata,..., todos ellos envueltos, con precisión, en trozos de papel de plata. Aquella era la mejor de las comidas del mundo mundial.

Aquel día, después de comer, me quedé dormido bajo la sombrilla de mil colores que mi abuelo había clavado en el mejor sitio de la playa, ni muy cerca ni muy lejos de la orilla, y soñé mil formas de vaciar de olas mi preciosa concha, aunque ni en sueños logré sacar el mar de su profundo y oscuro interior de espiral.

Me desperté con tanto calor que le pregunté a mi abuela si podía bañarme y ella me dijo que ya había pasado una hora y media desde que había comido, así que no se me cortaría la digestión por darme un chapuzón:

  • ...pero, lo primero de todo,- dijo con vehemencia mi abuelo- mójate los pies y los brazos, y luego la nuca y la barriga, no vaya a ser...

Después de seguir aquellas indicaciones, me puse a chapotear bajo la atenta mirada de mis abuelos, que estaban de pie, en la orilla, como si pensasen que me iba a marchar nadando a otro sitio. Después de un buen rato, salí del agua, tiritando de frío, y me lancé, a la tocaya que sostenía mi abuelo, para secarme.

Poco después, ya seco y calentito, empezaron a recoger todas las cosas que habíamos llevado.

  • No olvides coger el cubo y el rastrillo, a no ser que quieras dejarlo aquí para otros niños.
  • ¿Puedo llevarme mi caracola?
  • ¿Tu caracola?- preguntó mi abuela- ¿qué caracola?

No lo podía creer, la caracola que había encontrado, mi preciosa caracola blanca, la misma caracola que había tratado de vaciar de olas, la caracola más preciosa del mundo mundial había desaparecido, más aún, nunca había existido. ¿Habría sido todo aquello fruto de mi imaginación?

Traté de explicarles, de hacerles recordar, de convencerles, pero ellos solo me decían que habría sido un sueño, que me lo había imaginado.

-Comiste mucho e hizo mucho calor, tenías la cabeza funcionando a toda máquina mientras dormías- trataron de animarme mis abuelos, sin éxito.- Mañana buscaremos alguna caracola, pero hoy hay que volver a casa ya, que se hace tarde y empieza a hacer frío.

Al regresar a casa era casi la hora de cenar, me duché para quitarme el salitre y me puse el pijama. Después de tomar un buen tazón de leche con cacao y un trozo de pan con mantequilla me fui a lavar los dientes y, sin más, me metí en la cama para dormir.

Un extraño ruido me hizo despertar en mitad de la noche. Al principio pensaba que era el viento que soplaba contra las ventanas, pero no se movía ni una de las ramas de los árboles que estaban al otro lado de la calle. Luego pensé que aquel ruido pudo ser otro sueño, así que cerré los ojos e intenté dormir. Entonces volví a oír aquel sonido, más fuerte que antes. Era un golpe seco, seguido de un pequeño arañazo y algo parecido a un suspiro.

Un poco asustado, pero dispuesto a saber qué era lo que me había despertado, encendí la luz de la mesita para sorprender al causante de aquel siniestro y sigiloso sonido y, al hacerlo, mi mano tropezó con un extraño objeto que cayó al suelo. Al mirar bajo la cama, descubrí algo que me dejó con los ojos abiertos como platos: la caracola blanca más bonita del mundo mundial, mi preciosa caracola.

La cogí como quien encuentra un tesoro y me la acerqué al oído para comprobar si las olas seguían allí y, para mí tranquilidad, ahí estaban. ¡Qué contento me puse! Tanto que dieron ganas de gritar a mis abuelos para que viesen mi hallazgo, sin embargo, recordé que era muy tarde y que, a fin de cuentas, la sorpresa podría esperar hasta el día siguiente. Apoyé la caracola sobre la almohada, para escuchar el mar, y me dispuse a dormir.

Fue en ese instante, justo al apagar la luz de la mesita, cuando, como por arte de magia, un extraño fulgor, un brillo blanco, un destello intensamente cálido comenzó a salir de la abertura de la caracola, como si alguien hubiese encendido una bombilla en su interior.

  • ¿Hola?- dijo una voz.
  • ¿Quién eres?- pregunté en voz baja.
  • Soy Carola, ¿y tú?, ¿no serás tú quien me ha zarandeado todo el día?, ¿sabes cómo tengo de desordenada mi casa?
  • Perdona, no sabía que estabas ahí...-traté de disculparme.
  • ¿Ah, no?- respondió la voz con tono burlón- ¿Quién pensabas que roncaba dentro?

¿Ronquidos? Esa sí que era buena, yo no había escuchado ningún ronquido, solamente se oían las olas del mar.

  • Claro, eres un niño-continuó Carola- y, por lo que veo, no pareces muy listo...
  • ¡Oye! Sí que soy listo, y mucho- respondí algo enfadado- lo que pasa es que sólo he escuchado las olas del mar.
  • ¿Y qué crees que es ese ruido? ¿Acaso no sabes que el sonido de las olas es el eco de los ronquidos de todos los animales que vivimos en el fondo marino?

A decir verdad, yo nunca había imaginado algo tan gracioso pero, si eso era cierto, tuve que molestar mucho a aquella hermosa caracola, porque con la de meneos que le di por la mañana...

Poco a poco fuimos hablando, no recuerdo las veces que le pedí perdón por mi desconocimiento, pero fueron tantas y tan sinceras que, al final, Carola me perdonó y me contó un secreto.

  • Las caracolas somos unas dormilonas de cuidado, durante el día portamos el sonido del mar, ya que nuestro sueño se rige por el sol y, en cuanto aparecen los primeros rayos, nosotras nos quedamos profundamente dormidas y comenzamos a roncar en sintonía unas con otras.

Me habló de las tempestades y de los mares en calma y de las olas gigantes y de las olas inapreciables, me habló de mares cristalinos y de la mar picada y de la estrecha relación de aquellos con los distintos tipos de sueños que tenían las caracolas.

Hablamos y hablamos casi toda la noche, ella dentro de su concha, poniendo orden y barriendo la arena, y yo dentro de la cama.

De pronto mi boca se abrió en un gigantesco bostezo, ya eran muy muy muy tarde, y, seguido al mío, llegó uno más largo desde dentro de la caracola.

  • Me está entrando el sueño,- dijo Carola- creo que pronto saldrá el sol. Creo que voy a callarme para que puedas dormir un ratito, pero, antes de hacerlo, debo pedirte un favor.

Carola me pidió que no le contase a nadie ninguna de las verdades que me había dicho durante la noche, pues temía que, las personas malas de este mundo quisieran cazar a todas las caracolas para luego poder venderlas y hacerse ricos.

  • Por supuesto, cuenta conmigo- le dije sin pensarlo.
  • A cambio de tu discreción, yo te contaré, cada noche, una historia del mar.

Y así, desde aquella noche, Carola y yo nos hicimos muy amigos, tanto que, aún ahora, cada mañana, acerco, con mucho cuidado, la blanca caracola a mi oreja para escuchar las olas del mar.

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