Hay quien dice que el viento no es más que la acción de las
distintas presiones atmosféricas sobre el aire, que tienen su origen en las
distintas temperaturas a las que queda expuesto nuestro planeta…esto puede ser
cierto, no lo pongo en duda, sin embargo, Carola me contó una historia que lo
explica de otra forma y, sinceramente, me parece más bonita:
El árbol solitario
Esta historia sucedió hace mucho, pero que mucho tiempo, ¿qué
digo mucho?, muchísimo tiempo, cuando nada existía sobre nuestro planeta salvo
agua y tierra y un aire quieto que todo lo envolvía.
El sol, la luna y las estrellas daban vueltas y más vueltas
alrededor de este triste paisaje, una y otra vez, pero nada cambiaba.
Así pasaban las dulces primaveras, los secos veranos, los
húmedos otoños y los fríos inviernos hasta que, una mañana, al despertar el sol
y acariciar con sus cálidos rayos la blanca nieve que cubría la tierra,
descubrió una tímida florecilla acompañada de una diminuta hojita verde.
El sol pasó todas las mañanas sobre la tierna florecilla y,
ésta, envuelta en aire y rodeada tan sólo de tierra y agua, crecía cada noche
un poco más, con la luna y las estrellas cuidando de sus sueños.
Tanto tiempo pasó aquella florecilla mirando al cielo y
deseando alcanzar aquellas bellas luces que no se daba cuenta de su soledad.
Pasaron las estaciones y con ellas los años, y la pequeña
plantita siguió creciendo hasta convertirse en un gran árbol, con poderosas
ramas que se extendían hacia todos lados, llenas de grandes hojas.
Un hermoso día de una bella primavera, aquél inmenso árbol
sintió algo raro en sus ramas y, al mirar hacia sus poderosas extremidades,
descubrió que, entre sus verdes hojas, asomaban miles de hermosas florecillas
de distintos colores.
Tan contento se puso, al pensar que las estrellas habían decidido
bajar hasta él, que empezó a agitarse con todas sus fuerzas.
Tanto y tanto se agitó, tanto y tanto movía sus ramas
cubiertas de grandes hojas y bellas flores que, poco a poco, el aire que
envolvía aquél inmenso gigante comenzó a moverse.
Al principio surgió una pequeña brisa, un pequeño y tímido
soplo que corría desde el poderoso tronco hasta la frondosa copa de aquel
majestuoso árbol, provocando unas cosquillas que le animaban a seguir
moviéndose.
Poco a poco, aquella ligera brisa fue creciendo hasta convertirse en un viento que, empujado
desde la punta de sus hojas, comenzó a alejarse del gigante verde en todas
direcciones.
Aquella sensación le encantaba y no quería dejar de moverse,
sin embargo, tanto se agitaba que, al final, las preciosas florecillas que
adornaban sus ramas comenzaron a desprenderse y alejarse, llevadas por el
viento, salpicando el suelo que lo rodeaba hasta más allá de lo que sus ojos
lograban ver.
Cuando el árbol se dio cuenta, era demasiado tarde; había
estado agitándose tantos y tantos días que el viento había dado varias vueltas
completas al mundo pero ya ninguna flor adornaba sus ramas.
Tan triste se puso el árbol que dejó de moverse y se encogió
de pena.
Pasaron los días y los meses, pasó la primavera y también
pasó el verano y, como es normal, llegó el otoño.
El árbol tenía tanta pena que, en vez de lágrimas, sus hojas
comenzaron a caer al suelo, y sus grandes y verdes ramas se quedaron desnudas.
El viento había cesado ya cuando llegó el invierno y lo
cubrió todo con su blanco y frío manto, haciendo que el poderoso gigante, otro
tiempo lleno de energía y ánimo, quedase profundamente dormido.
Los días y las noches pasaban despacio y aquél solitario y
deshojado árbol no despertaba.
Sólo una vez, durante aquella estación desoladora, abrió los
ojos; se despertó al escuchar un crujido pero, al ver en el suelo una de sus
ramas que había cedido por el peso de la nieve, decidió volver a cerrarlos y
seguir durmiendo para soñar con las estrellas que habían jugado entre sus
hojas.
Pero el frío pasó y, de nuevo, llegó la primavera y, con ella,
llegaron las caricias del sol que trataba de animar al solitario árbol.
Poco a poco, los rayos del poderoso astro fueron deshaciendo
la nieve del suelo y de sus ramas, pero el árbol no quería despertar.
La luna y las estrellas trataban también de ayudar a que el
gigante abriese los ojos, brillando con fuerza durante las noches, pero nada
parecía servir.
Un día, cuando la primavera ya casi estaba terminando, aquél
gigante solitario, aquél árbol inmensamente triste, abrió ligeramente los ojos.
Al principio, sólo los abrió un poquito, ya que el brillo del
sol le molestaba mucho pero, poco a poco, se fue desperezando y, cuando por fin
abrió del todo los ojos, vio su reflejo sobre un riachuelo que pasaba a su lado.
De nuevo sus ramas estaban cubiertas de enormes hojas verdes y,
además, las florecillas que parecían estrellas habían regresado.
No lo podía creer, aquello era maravilloso, miles de colores
adornaban de nuevo sus brazos.
Volvió a erguirse, como el gigante verde que había sido
siempre, grande, vivo y feliz, y, al hacerlo, descubrió un millón de pequeñas
flores que salpicaban la tierra a su alrededor y más allá.
Hasta donde llegaba su mirada se había transformado en un mar
de verde paisaje, poblado de infinitos rojos, azules y amarillos puntitos de
color, como si las estrellas que un año antes se habían desprendido de sus
ramas, hubiesen aterrizado en el suelo para convertirse en plantitas que
crecerían para ser árboles, como él.
Tan y tan contento se puso al ver tanta compañía que, de
nuevo, comenzó a vibrar de alegría y, al agitar sus ramas, las hojas volvieron
a crear el viento, un viento que aún perdura, un viento que mueve estrellas, un
viento que llena de vida la tierra, un viento en el que, si escuchas
atentamente, oirás la alegría de aquél inmenso árbol.
Dicen que el árbol sigue vivo, sobresaliendo por encima del
resto, en medio de un inmenso y frondoso bosque, con una altura casi capaz de
alcanzar las estrellas y, cada vez que se estira para tratar de tocarlas, mueve
sus hojas y produce olas de viento que vuelven a recorrer el mundo.
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