sábado, 9 de mayo de 2015

Su nombre.

Una voz le preguntó, en silencio, si le temía a algo.

Aquella pregunta le turbó el alma hasta tal punto que, la única lágrima que jamás lloró, susurró su pena aquel instante.

Al despertar, su mejilla reservaba un descolorido blanco camino de sal que, reflejando su rostro en el espejo del aseo, semejaba una cicatriz profunda, tan antigua como su corazón y tan amarga como su propia vida.

Abrió el grifo para lavarse la cara, pero no logró quitarse ni la edad ni su pesar.

Cerró el monomando y tomó la toalla que colgaba, de un clavo, a la derecha de la pila. Después de secarse, la retornó a su lugar y se dio la vuelta hacia la puerta, evitando mirar de nuevo el espejo, ya lo había hecho demasiadas veces.

Ya en la cocina, tomó el vaso menos sucio del fregadero y, tras aclararlo ligeramente, se sirvió los restos de una cafetera que llevaba hecha más de una semana y los calentó, en el microondas, medio minuto y, después de rebuscar en la despensa, encontró dos galletas María que tragó junto al brebaje. Dejó el vaso vacío, aún caliente, en el mismo nicho del que lo había exhumado un minuto antes.

Sus pasos entumecidos lo llevaron de nuevo a la habitación.

Miró a su lecho y, tras emitir algo más parecido a un gruñido que a un suspiro, aceptó su destino y se acercó al armario que, a pesar de todo, era el único rincón lo suficientemente ordenado como para poder escoger un atuendo apropiado para la ocasión: traje negro, camisa blanca, corbata negra y zapatos, también negros, que limpió con un pequeño trapito que reposaba junto a ellos.

Cuantas veces había deseado que todo llegase a su fin y, ahora que alcanzaba a tocar su propio término, suplicaba al destino un minuto más, al menos un instante en el que poner en orden la mierda de vida que había llevado, su obligado destierro, rodeado de tanta tristeza y tanta culpa, evitando cualquier contacto y, sobre todo, cualquier relación y, aun así, a pesar de haber estado viviendo muerto, no deseaba morir, al menos no sin haber vivido, sin haber amado, incluso sabiendo que, si pronunciaba su nombre, ella moriría, igual que todas las personas a las que había querido antes de darse cuenta de su terrible sino.

Una voz le preguntó, en silencio, si le temía a algo.

Aquella pregunta le turbó el alma hasta tal punto que, la única lágrima que jamás lloró, llamó a su amada y, en aquel instante, ella murió.


Entonces, la voz le puso nombre a él y lo llamó.

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